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sábado, 28 de mayo de 2011

No hay paraíso después de la muerte

Por Saul Lopez de la Torre                            Fuente: La cronica de Hoy


""Comienzo como mi modo de entender las cosas me indica que debe ser: por el principio, reafirmando mi admiración extrema por ese venero inagotable de inspiración y aliento que ha sido para mí Stephen Hawking, el famoso físico teórico, uno de los más reconocidos a lo ancho y lo largo del mundo. Supe de él, justo cuando ya no pude caminar, hace veintiséis años. Lo vi arrumbado en su silla de ruedas súper equipada, flaco, de suéter, con la boca chueca y la mirada luminosa, en la portada de su “Breve historia del tiempo”, el libro de divulgación científica más vendido que la Biblia y el Capital, en el que explica con seductora soltura los orígenes y la evolución del universo. Sumergido en sus páginas, uno agradece que el cerebro de este hombre singularísimo no haya sido afectado por la terrible enfermedad (esclerosis lateral amiotrófica) que lo paralizó de pies a cabeza y le impide hablar, obligándolo a usar un sintetizador de voz computarizado, integrado a su sofisticada silla de ruedas, para ser productivo y comunicarse con la gente que lo rodea.


Tenía veinte años cuando le diagnosticaron la enfermedad. Supo entonces que no había remedio para la leve cojera que padecía. Por el contrario, el mal que la provocaba degeneraría progresivamente hasta inmovilizarlo por completo, por fuera y por dentro. Después dejaría de hablar y, al paralizarse también los pulmones, moriría por asfixia. Le quedaban cinco o seis años de vida, según el pronóstico de los médicos.

Deambuló por las calles durante horas, hasta que las luces rojizas del sol se difuminaron en la oscuridad de la noche. Llegó a su casa. No saludó a sus padres ni cenó. Se encerró en su recámara, a escuchar música de Wagner a un volumen que retumbaba en las paredes y a pensar en lo que haría durante ese negro futuro de solo un lustro. Decidió casarse de inmediato, entrar a Oxford a hacer su doctorado en física teórica (para lo que no se requieren piernas ni brazos, pero sí un buen cerebro: la parte precisa del cuerpo que no le afectaría la esclerosis lateral amiotrófica) y engendrar hijos, en tanto escudriñaba los misterios del universo. Sus padres y su novia apoyaron su plan y procedieron a ejecutarlo. Casi medio siglo después, sigue vivo, pensante, activísimo, para fortuna de lo mejor de la raza humana.

“He vivido con la perspectiva de una muerte prematura durante los últimos 49 años. No tengo miedo de morir, pero no tengo prisa por morirme. Es mucho lo que quiero hacer antes”, dijo, en la entrevista que concedió hace unos días al periódico The Guardian. Agregó: “Yo considero al cerebro como una computadora que dejará de funcionar cuando fallen sus componentes. No hay paraíso o vida después de la muerte para las computadoras que dejan de funcionar; ese es un cuento de hadas de gente que tiene miedo a la oscuridad”.

En la entrevista, Hawking, de 69 años, resalta la importancia de disfrutar de la vida haciendo cosas buenas. Y se refiere a las pequeñas fluctuaciones cuánticas que dieron paso a la formación de las galaxias, las estrellas y la vida humana. “La ciencia predice que distintos tipos de universo serán creados de la nada y de manera espontánea”, afirmó.

Leer a Stephen Hawking, saber de Stephen Hawking, asomarse a sus ideas, saber que existe, que ha burlado por nueve o diez veces el horizonte de vida que le auguraban los médicos, y que todo ese tiempo hermosísimo lo ha dedicado a desentrañar las leyes que gobiernan el universo, a demostrarnos que el espacio y el tiempo se originaron en el “Big Bang” y tendrán un final dentro de los agujeros negros, nos hace creer en la fuerza imbatible del pensamiento. “Es posible descifrar nuestros orígenes; detectar antiguas huellas en la luz espacial dejada en los primeros momentos de la formación del universo, con la ayuda de instrumentos modernos”, dice Hawking, con la extraña voz metálica que su cerebro poderoso transmite por la boca del sintetizador”. Y, en cuanto al final, es fácil saberlo: basta con perderle el miedo a la oscuridad.

Pues bien, si todo acaba con la muerte. No es mala idea pensar en un buen funeral, en una despedida repleta de comedimiento y alegría. Pero, antes de que hechos cenizas emprendamos el último vuelo, es menester morir con el pecho erguido y el alma sosegada. Arrojar muy lejos las penosas, ridículas y onerosas agonías. Poner en orden nuestras premuras mundanas y terminar pronto, en cuanto aparezca en el fondo profundo de nuestros sentimientos el resplandor deslumbrante de la muerte.
Muertos ya, y bien horneados, adquirir la forma sensual de un bonito jarrón de cerámica. Y, con esa forma exquisita e indolora, hechos polvo hasta el más pequeño componente de la computadora que es nuestro cuerpo, dejar que dialoguen con nosotros aquellas gentes que nos quieren y que todavía no mueran. Que hagan como que estamos vivos, departiendo alegres, risueños, receptivos a su trajinar. “Ya llegué fulano, ya me voy fulano, no te tires a la vagancia, cuidas la casa”.""

saúl-1950@hotmail.com

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